Algunos pensamientos, en un tono melifluo

 



"Oh Señor, en la angustia te buscaron; apenas susurraban una oración, cuando tu castigo estaba sobre ellos" (Isaías 26:16 LBLA).

"Los que hemos buscado refugio seamos grandemente animados para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros. Tenemos como ancla del alma, una esperanza segura y firme, y que penetra hasta detrás del velo, adonde Jesús entró por nosotros como precursor" (Hebreos 6:17-20).

 Cuando divisé aquella fortaleza de maderas entrelazadas, con la insignia de un rey derrotado, las aguas del mar ya me habían anegado por completo. Mis brazos minúsculos luchaban contra la implacable corriente, mientras ella, impasible, enorme y fría, me sumergía sin ceder ante mi fragilidad, sin inmutarse ante mis lágrimas que, ahogadas, se confundían con el mar. Ni siquiera esta bestia indómita, tan fiel a su Amo, con la abundancia de sus ancestrales sales, podía preservar mi alma de la corrupción de mi carne.

Las flores plateadas aparecían pequeñas ante mis ojos, como chispas arrojadas por el mazo de Dios, cuyos golpes me habían llevado al crisol de aquella mole de agua gélida, que parecía ser mi perdición. Pero en medio de ese tumulto, el calor de su fragua también había derretido la cera que obstruía mis oídos, permitiéndome escuchar, como un susurro suave, dulce y deseable, el canto de aquellas aladas hijas de la Belleza que sobrevolaban la nave. "Miserere mei", clamé entonces en respuesta, movido por lo que veía y escuchaba desde ese bautismo de agua y fuego, y las burbujas llevaron, veloces, mi último suspiro en forma de plegaria hacia lo alto de las aguas.

En ese instante, con el alga aferrándose ya a mi condenada cabeza, me pareció ver llegar a mis manos  un crucifijo de gran belleza, con una medialuna afilada en su base. Me aferré a él con todas mis fuerzas. Al final de la cadena que lo sostenía, vislumbré al Hombre en cuyo honor resonaban tan dulces canciones. Atado al asta astillada de aquel navío, recogía, mientras movía sus labios, uno a uno, los eslabones del ancla, como si fueran cuentas de un rosario, atrayéndome lentamente hacia él. Mi ascenso fue gradual, entre las melodías celestiales y la visión del Hombre, cada vez más clara, a medida que me elevaba, mientras las estrellas crecían ante mis ojos, y con ellas mi deseo de ser liberado del mal y conquistado por el bien.

Comentario

A veces la disciplina del cielo tiene como blanco nuestra restauración y, aunque dolorosa, sus aflicciones son siempre menores que las que ameritan nuestras iniquidades. Los poetas a menudo "hablan" imágenes. Como escribió Aristóteles en su Poética: "La máxima destreza consiste en ser un maestro de la metáfora... Es un signo de genio". Y la manera de hacerlo es compartiendo tiempo con buenos poetas, como lo expresó Douglas Wilson: "Los que caminan con los sabios se vuelven sabios, y los que caminan con los metafóricos se vuelven metafóricos, que es una forma de volverse sabios".

En esta breve narrativa poética quise enfatizar esta necesidad, esta urgencia para nuestro cristianismo actual: debemos reconocer el valor apologético de la Belleza. Debemos poner a las sirenas a cantar, pero esta vez arriba del Barco, arriba de la nave iglesia, en medio de la tempestad y el sinsentido de este mundo revoltoso que se ahoga en su miseria. Debemos ponerlas a cantar, ya no para condenar a los navegantes, sino para salvarlos de su ya inevitable muerte eterna. No sé si la Belleza salvará al mundo, pero sé que, sin ella, no vale la pena salvarlo. 


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