Aod, el siniestro
"Mi risa es mi espada, y mi alegría, mi escudo".
-Martín Lutero
"Pero tú, cuando entierres la espada, que no sepa tu mano derecha lo que hace tu izquierda".
-Mateo 6:3
"Los israelitas volvieron a clamar al Señor, y el Señor levantó un libertador: Aod, hijo de Guerá, de la tribu de Benjamín, quien era zurdo. Por medio de él los israelitas enviaron tributo a Eglón, rey de Moab. Aod se había hecho un puñal de doble filo como de un codo de largo, el cual sujetó a su muslo derecho por debajo de la ropa. Le presentó el tributo a Eglón, rey de Moab, que era muy gordo" (Jueces 3:15-17).
El viaje de nuestra fe consiste en aniquilar el ego, pero no el ego en sí, sino la inflamación del mismo. El ego, el ser lo que uno es, es parte de ser imagen y semejanza de Dios. El problema radica en querer ser como Dios, una intención superba que brota de un ingrato descontento con nuestra condición de criatura. No me refiero a la mera imitación, que es en sí misma la santidad, sino a la usurpación de su gloria, como sucedió con Lucifer y luego con Adán y Eva.
El camino cristiano es, como he mencionado, el de la humildad. Quizá debería recordar a mis lectores -si es que hay alguno por ahí perdiendo su tiempo leyendo a este tonto de la cristiandad- que Dios se hizo semillita en el oscuro hueco del seno virgen de la bendita María. Y que cuando esa semilla murió y fue puesta en tierra, germinó, dando a luz una Vid, una que trepó hasta el mismísimo cielo. Como aprendemos en Jack y las habichuelas mágicas: la diminuta semilla de frijol llegó a convertirse en un gran árbol, y gracias a ese arbusto de dimensiones colosales, Jack escaló hasta llegar al cielo. Y es que la victoria, como todos saben, pertenece a los Hobbits, a esos seres alegres, sociables y aparentemente insignificantes. Un claro ejemplo de esto se encuentra en el libro de los Jueces, en el capítulo tres, versículos del doce al treinta, donde se nos narra la historia del juez Aod, hijo de Gera, hijo de Benjamín, hijo de Israel, apodado por mí como "el hendidor de vientres". Este humilde individuo se enfrentó en solitario al tirano Eglón, el rey corpulento de Moab, un rey de dimensiones porcinas, cuyo nombre significaba algo así como "semejante a un becerro" (v. 17).
Este Benjamita (Benjamín significa "hijo de la mano derecha"), irónicamente zurdo, ocultaba una pequeña espada en el muslo derecho (v.16); había "ceñido su espada al muslo, como un valiente" (Salmo 45:3). Aod se presentó ante el tirano, como un juez al que Yaveh había levantado (v.15), y fue donde estaba aquel buey cebado para el matadero, le honró, y le hizo saber que tenía un mensaje secreto para él. Aquel pez gordo, contra todo pronóstico ictícola, mordió el anzuelo (v.19). Su dios era su vientre, de un tamaño inversamente proporcional al tamaño de su inteligencia. Entonces, cuando estuvieron a solas, Aod empuñó su espada audazmente y atravesó el abultado vientre de Eglón (v.21), como lo hiciera un Sam a Ella-Laraña en "El Señor de los Anillos". He aquí un extracto:
"Jamás Ella-Laraña había conocido ni había soñado conocer un dolor semejante en toda su larga vida de maldades. Ni el más valiente de los soldados de la antigua Gondor, ni el más salvaje de los orcos atrapado en la tela, había resistido de ese modo, y nadie, jamás, le había traspasado con el acero la carne bienamada. Se estremeció de arriba abajo. Levantó una vez más la gran mole, tratando de arrancarse del dolor, y combando bajo el vientre los tentáculos crispados de las patas, dio un salto convulsivo hacia atrás. Sam había caído de rodillas cerca de la cabeza de Frodo; tambaleándose en el hedor repelente" (JRR Tolkien, LOTR).
¿Has pensado alguna vez en la justicia que aplican los jueces de Israel? Aod no solo fue un juez justo, también fue un mensajero fiel enviado por el Señor. El mensaje que Yaveh le dio fue entregado con éxito. Douglas Wilson, en su libro "El filo aserrado", dice: "Eglón se puso de pie, y Aod le dijo: "Dios te ama y tiene un plan maravilloso para tu vida, o lo que queda de ella". En ese momento, Aod tomó su daga y la clavó en el rey". Este juez de Israel no era como nuestros modernos y afeminados predicadores, que ignoran aquellas partes de las Escrituras que les desagradan, o que juzgan inútiles. No, Aod entregó todo el mensaje; hundió tanto la punta como la empuñadura de su espada en el tirano. Su predicación fue punzante, literalmente incisiva, como una espada que penetra hasta partir las coyunturas y las entrañas. No debería sorprendernos que la espada se hundiera por completo en la mole, ya que esta bien podría haber cobijado una docena de lazas benjamitas sin problemas. Lo único duro en Eglón era su corazón, su abdomen era blando, una cáscara endeble y desprotegida.
Pasado el tiempo suficiente para que Aod escapara (v.23-24), llegaron los guardias y, al sentir el merdoso aroma que salía del recinto, decidieron no entrar a la sala donde se hallaba Eglón, porque -pensaron ellos- quizá su rey estaba haciendo sus necesidades (v.24). Y si, en efecto, ellos acertaron: su señor estaba haciendo sus necesidades, aunque de una manera poco convencional, diría yo (v.22). "Del fuerte salió miel" -cantó Sansón- "y de Eglón salió...", tarareó Aod. Las Escrituras enseñan que los idólatras se asemejan a lo que adoran: "Se volverán como ellos, los que los hacen, y todos los que en ellos confían" (Salmo 115:8 LBLA). Aunque Eglón no adoraba a Baal, su caso no deja de ser irónicamente similar: "Al mediodía, Elías se burlaba de ellos, y les decía: «¡Griten más fuerte! Quizás fue al baño" (1 Reyes 18:27).
Quizá este relato, aunque útil y santificador, hiera nuestras sensibilidades. Esto se debe a que nosotros no estuvimos, junto con nuestras familias, bajo la tiranía de Eglón durante dieciocho largos años. Después de todo, ¿Alguien se lamenta por Lucifer? Les recuerdo que Jesús lo derrotó, y en breve aplastará su cráneo inmundo bajo nuestros pies. ¿Acaso alguien siente lástima por él? Dios no, ciertamente. El infierno, como dijo un pastor chileno, es una buena nueva para los oprimidos, y una terrible para los opresores.
El orgullo que anida en nuestros corazones no es menos repugnante que el relato de la muerte de Eglón. Me atrevería a decir que nuestro orgullo es aún peor. Deberíamos atravesar al maldito con la espada que sale de la boca de nuestro Rey. No debemos hacer la paz con nuestra soberbia; debemos humillarnos bajo la poderosa mano del Señor, nuestro Dios. A veces nuestro orgullo nos lleva a cuestionar las maneras en que Dios juzga a los impíos, y pensamos que nosotros lo haríamos mejor (por mejor quieren decir "sin dagas en el vientre del enemigo"). Pero, gracias a Dios, no nos toca a nosotros efectuar la venganza, de ninguna manera. Aod, inspirado por Dios, reconoce que Dios había entregado a Eglón en sus manos. Como proclama el salmo 58:10-11, "El justo se alegrará cuando vea la venganza, y dirá: ciertamente hay un Dios que juzga en la tierra". Sin embargo, cuando no hay rey, cada uno hace lo que le parece bueno a sus propios ojos, incluso se sienta y juzga la justicia de las obras de Dios. Hay una última cosa que quisiera decir acerca de Eglón, al menos por ahora, y es que Dios tiene el poder de hacer que una orgullosa bolsa de piel llena de excrementos se convierta en algo que incluso los ángeles admiran: un hijo de Dios. Pero cuando uno se niega a humillarse, la humillación suele venir de la manera más inesperada: "Si no se arrepiente, él afilará su espada" (Salmos 7:12), y la pondrá en la mano de un zurdo. ¡Dura cosa es dar panzazos contra el aguijón!
Permítame aclarar un último punto. No vaya a pensar que es un pecado tener el abdomen abultado; ¡es una bendición deuteronomica! El problema, obviamente, no era la grasa del rey Moabita, sino el hecho de que su grosura rivalizaba con su propia soberbia y enemistad contra Dios. La gordura, por lo general, suele ser un atuendo de humildad en los hombres, porque los hace objeto de burlas todo el tiempo. Pero, si un hombre gordo es humilde, será el primero en reírse de sí mismo. En cambio, si es delgado, debería abstenerse de presumir sobre su escases de deleites deuteronomicos. Como escribió Chesterton en "HombreVida", acerca del pecado del orgullo en el hombre delgado: "Tres cosas: conocimiento, respeto y dominio propio, bastan para hacer de un hombre un perfecto presumido". Así que, si usted tiene las entrañas grandes, úselas para amar más entrañablemente. Ame a Dios con todas sus formidables fuerzas y ofrende la grosura de su carne a su Dios. De lo contrario, incluso esto le será quitado.
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