El día que me encontré con la reina
"Esta, pues, se acercó a los sentidos para levantar la mente, y se mostró a los ojos para aguijonear la inteligencia, para que admirásemos mediante las obras visibles al invisible Dios y, erguidos hacia la fe y purgados por la fe, deseásemos ver invisiblemente al Invisible que a partir de las cosas visibles habíamos conocido"
-San Agustín, Tratado XXIV San Juan.
"Enseguida, de la miel aérea los dones celestes contaré: mira también hacia esta parte, Mecenas. Los admirables espectáculos de cosas ligeras, los magnánimos guías y, por orden, de toda su gente los usos y aficiones te diré, y los pueblos y luchas. Trabajo en tenues cosas; mas no es tenue la gloría si a uno lo admiten los dioses adversos, y lo oye Apolo invocado."
-Virgilio, Georgicas Libro IV.
El día que me encontré con la reina estaba trabajando en el colmenar con mi padre. Estábamos dividiendo colmenas y, por eso mismo, nos ocupábamos casi por completo a buscar reinas. Debo decir que aquello fue todo un fracaso. Encontré solo una, y la otra me encontró a mí, antes que yo a ella. No es necesario explicar a detalle cómo ocurrió el encuentro; basta con decir que, habiendo ya desistido en nuestro esfuerzo por encontrar a la monarca de aquella colmena, y estando a punto de cerrarla, miré hacia el suelo y... ahí estaba, encima de mi pie izquierdo.
Desconozco sus motivos. Quizá solo cayó del panal cuando lo manipulábamos con prisa. Como sea, lo que Dios hacía en aquel preciso instante yo no lo entendía, aún así, me cautivó de inmediato todo aquel accidentado suceso. Sé, con una santa emoción, que ninguna reina cae al suelo sin la voluntad de mi Padre, mucho menos encima de uno de mis pies. GK Chesterton dijo en "Enormes Minucias" que "La metafísica es la única cosa completamente emocionante". Pero ¿Qué invisible realidad pretendía mostrarme aquel cuya voluntad está detrás de la caída de reyes y abejas, o, como en este caso, de una reina de las abejas?
Hubo, como decía, un mensaje, una manifestación claramente visible de la invisible deidad. La providencia me arrojaba migajas de sabiduría en los pies, como quien arroja migajas a las palomas en una plaza. Pero ¿Qué significaban esas migajas? Pagaré a aquella reina los diezmos de mis meditaciones, y consideraré su mensaje con atención.
Conviene aclarar, por el bien de mis lectores, que mi pobre diezmo mental se dio en mi tiempo libre. Como dije al principio, yo estaba en un colmenar trabajando, no en un claustro leyendo las Georgicas de Virgilio. GK Chesterton dijo, en cierta ocasión, que Salomón "aconsejaba al holgazán que observara a la hormiga, ocupación encantadora… para un holgazán." Como sea, la verdad es que uno no puede, por holgazán que sea, mirar verdaderamente a una hormiga por más de diez minutos sin ponerse uno mismo a cargar palos o algo semejante.
Se sabe de la apis mellifera que su reina libera una feromona que preserva unida y feliz a las abejas, y que sin ésta reina el caos y el descontento en toda la colmena. Esta es la primera migaja metafísica que encontré a mis pies. ¿Será que podemos ver aquí una analogía del gobierno del Rey Jesús sobre su Iglesia? El Salmo 110 dice, en el verso tercero, "Tu pueblo se ofrecerá voluntariamente en el día de Tu poder". Así como en el caso de las abejas, la iglesia se inclina en obediencia alegre y voluntaria cuando el poder de Dios se manifiesta a través de las efusiones del Espíritu, que procede del Padre y del Hijo.
Allí donde veo dulzura -una dulzura de semejanzas que brotan de mi ejemplo, como la miel brota del panal-, otros ven tiranía. Ven un dolor mayor en las feromonas que en el veneno del aguijón de las abejas. Estos ven un cetro e, incluso si está hecho de feromonas, responden como el cínico que, al ver flores, mira alrededor en busca de un muerto; ven un cetro y dicen: "¡Tiranía!". ¿No da la impresión de que la abejas no son libres? Ellas necesitan de las feromonas para estar alegres y hacer sus labores. En algunas colmenas de abejorros, cuando la reina deja de producir ciertas feromonas, las abejas comienzan a enloquecer, se desenfrenan y aguijonean a su reina hasta matarla. Luego mueren, pues no pueden sobrevivir ni organizarse sin ella. ¿Alguien más ve el via crucis aquí?
No obstante, donde unos ven falta de libertad y marionetas manejadas por el arbitrio de la reina, yo veo la vida de la colmena y su alegría. ¿No son el gozo y la paz frutos del Espíritu que Dios infunde en nosotros? "Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza" (Gálatas 5:22-23). Así como en la colmena, donde la alegría, la paz y la laboriosidad de las obreras dependen de las feromonas reales, lo mismo sucede en la iglesia. Nuestra paz y alegría, así como nuestro servicio, son fruto del Espíritu Santo en nosotros. Claro que es así como funciona el mundo. Es la reina la que produce en las obreras el querer y el hacer, por su buena voluntad. Ella nos refleja la gloria el Soberanía divina: "pues Dios es quien produce en ustedes tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad"
(Filipenses 2:13).
De cierto, de cierto os digo, que aquella alegría avasallante con la que fui cautivado ante aquella reina, fue un fruto genuino del Espíritu, infundido en mí por el Todopoderoso. Yo era, aquel día, un obrero del Rey Celestial, cumpliendo el mandato de sojuzgar a sus criaturas, impelido a obrar así por su Espíritu que fructificaba en mí por pura gracia. Así que, como es evidente, tenemos más en común con la colmena de lo que solemos imaginar.
Desde entonces, entrar en el colmenar ha cobrado un matiz de monstruosa sacralidad.
Este es el Salmo octavo, hablando acerca del hombre en su relación con Dios y la creación:
"Lo coronaste de gloria y honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: todas las ovejas y bueyes, sí, y las bestias del campo; las aves del cielo y los peces del mar."
Y es que Dios, en Cristo, ha puesto todo bajo nuestro señorío, bajo nuestros pies; excepto aquella tarde, cuando esa reina de Apis mellifera usaba de trono el empeine de mi pie. Dios puso una de las obras de los dedos de sus manos, sobre los dedos de mis pies y, así, me hizo inclinar para ver a aquella alada señora que, otrora, alimentara al menor de los profetas adherezando sus langostas. ¡Qué misterio en miniatura! Pero hay más, he hallado este desconcertante hecho de humildad: que la más grande en el dulce reino de los cielos es más pequeña que yo.
Tras haberla hallado sobre mi pie, no quedó más remedio que tomarla con las manos y depositarla en la colmena, con sumo cuidado. Esa mañana dos obreras me aguijonearon el pie donde posó su reina. "Mira la bondad y la severidad de Dios" (Rom. 11:22) en aquel sacrificio. Aquellas obreras que endulzan mi mate cada mañana, son las mismas que, en otras ocasiones, me propinan una pequeña -a veces no tanto, debo decir- dosis de dolor e hinchazón en mis manos y pies. Así es, la miel también produjo sus espinas tras la maldición. Y ¿No debería humillarme ante tales sacrificios? Ellas se lanzan como mártires, dan aquel mortal zarpazo, y mueren protegiendo a la colmena. La feromona real las impulsa a llevar a cabo aquel martirio, con un arrojo y un coraje demasiado grande para un insecto tan pequeño.
Aquel día comprendí que es vital para la colmena que aquella dulcísima reina la guíe con su cetro de feromonas. Las obreras, movidas por aquella fragancia, a la que los científicos llaman "olor y sabor a reina", recogen néctar (que está formado de agua, aire y luz de estrella), lo enriquecen con las encimas de su saliva, lo comparten con otras obreras, una y otra vez, lo almacenan en sus celdas y quitan el exceso de humedad con sus alas y su calor corporal, transformando el néctar en miel. La miel es néctar glorificado. Al final entramos nosotros, los apicultores, y extraemos la miel y, al probarla, por medio de un proceso que involucra varios ejercicios espirituales del alma, llegamos hasta la fuente de donde procede la miel: a Dios mismo. Dios es el rey de los reyes, y la dulzura de la miel.
"Saboreen al SEÑOR y vean lo bueno que es él. Afortunado el que confía en él" (Salmos 34:8).
La dulzura de la miel me ha despertado para ver la dulzura de la palabra, y aquella reina, para ver el reinado de mi dulcísimo Rey, Jesucristo. Estos diminutos artrópodos son grandes “administradores de los misterios de Dios” (1 Corintios 4:1). Confieso que la gloria que Dios ha puesto en las abejas me cautiva cada vez más, y me estimula para comprender aspectos de su persona y de su revelación que, si desconociera a qué sabe la miel, o el comportamiento de las abejas, ciertamente desconocería. "¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca" (Salmos 119:103).
Dios quiera abrir tus ojos, y darte la chestertoniana actitud de un pigmeo, para ver los milagros que se ocultan tras el césped, o dentro de las flores. Él afilará tu mirada, y clarificará el ojo de tu mente, como Jonatán cuando "alargó la punta de una vara que traía en su mano, y la mojó en un panal de miel, y llevó su mano a la boca; y fueron aclarados sus ojos" (1 Samuel 14:27). Entonces verás con claridad que, puesto que el Dios Triuno ha creado todo lo que existe, y por ser él principio de todo lo creado, todo lo creado lleva su sello, aquello a lo que Agustín llamaba vestigios de la trinidad. En cierto sentido, puede decirse que crear es producir la totalidad del ser. Ser creado es recibir ese ser como don absoluto; es ser imitación del ser de Dios, un vestigio de su gloria. San Agustín decía que es a través de la creación que Dios expresa, fuera de sí mismo, lo que es propio de su ser.
Nathan David Wilson dijo hace unos años que "Cuando se mira a través del lente de la verdadera creación ex nihilo (un mundo hablado), todo se convierte en un toque artístico". El mundo, como obra de las manos de Dios, es, por tanto, una obra de arte theomórfica. Por eso podemos hablar de antropomorfismos, antropopatismos o, incluso, de apitheomorfismos. Dios ha puesto su sello de gloria en todo lo que ha inventado; y él lo ha inventado todo, sin haber recibido consejo, ni haber imitado a nadie, puesto que nada ni nadie existía aparte de él mismo. ¡Admira, por tanto, su arte con asombro!
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