Lady Atenea

 


El  sonido metálico de la campana había despertado a Lady Atenea. Era una jovencita simpática, albina, y de ojos encantadores, que parecían dos lunas en un claro de agua. El nombre se lo había puesto su madre, por Palas Atenea, la diosa ojizarca, la de los ojos de lechuza.

 Lady Atenea amaba salir de noche y deambular alrededor del parque donde vivía, aunque su madre decía que aún era muy niña, que "apenas había salido del cascarón", como para aventurarse a esas horas de la noche. Además, el hijo de Margaret, una señora que vivía no muy lejos de su casa, solía asechar a su hija cuando esta salía de casa a jugar. "Ese niño es un diablo", solía decir su mamá, "y su madre es una zorra". Pero Lady Atenea, sin darle demasiada importancia a los epítetos, solía salir igual a escabullirse entre los árboles, a fin de disfrutar de la vista de las lechuzas Tyto alba que vivían en el campanario. Su madre casi siempre se percataba tarde de su ausencia, casi siempre a la hora de la cena. Podría decirse que su hija era una jovencita muy sigilosa. 

"Espero verlas esta noche", pensó mientras se escabullía, silenciosa, entre unos arbustos. Porque, al menor ruido, las lechuzas se percatan de tu presencia, aunque tu ignores la suya. De súbito, en medio del silencio de la noche, una lechuza se le acercó por delante. ¡Haberla visto a Lady Atenea! Los ojos abiertos de par en par del asombro, y más blanca que de costumbre. Su rostro parecía una pequeña luna flotando a treinta centímetros del suelo. Giró la cabeza para mirar hacia atrás. Había más lechuzas. Lo más llamativo era que no parecían incomodarse con su presencia. Por extraño que parezca, a ella comenzaba a gustarle esa cercanía. Su boquita dorada sonrió de súbito, con un fulgor radiante; como un rayo de sol escapando de entre las ramas de un pino blanco por la nieve. 

—Me encantaría ser una lechuza y volar junto a ustedes —les dijo en voz baja para que nadie más la oyera. Las lechuzas permanecieron impávidas, mirándola como si no entendieran ni media palabra.

El gallo cantó de pronto. "Mi madre estará furiosa", pensó. Así que dejó los arbustos junto al farol y, de inmediato, emprendió el retorno a su casa; con tal presteza atravesó el parque que más parecía volar que correr, para esfumarse luego tras la puerta de su casa, como el humo blanco que sale de una chimenea.

— ¿Éstas son horas de llegar, jovencita? —dijo su madre, arqueando una de sus ya exasperadas cejas.

La niña guardó un silencio sepulcral.

—Come —le dijo su madre, fustigándola con su lengua cual si fuera un flágrum de cuatro afiladas letras.

 La niña bosquejó lo mejor que pudo una tierna sonrisa, y se comió de un picotazo el ratón que su madre había cazado para ella.

A Lady Atenea le encantaban los juegos de situación.

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