Artificios y penumbras


 

En honor a Tobermory.

Era una tarde fría de mayo, y era otoño, esa estación en la que las golondrinas y las monarcas del sur hacen sus maletas, y uno se queda pensando en qué tipo de inteligencia las mueve a tomar esa ruta y en ese preciso momento del año. Pero, a pesar de las multitudinarias mudanzas de insectos y aves, los humanos continuaban ahí, en Torquinst, haciendo lo que los seres humanos suelen hacer en una otoñal villa serrana.

Frente a la plaza Ernesto Torquinst, en el bar de la esquina que mira al oriente, solía reunirse, los días jueves por la mañana, un grupo de señores que, debido a sus trabajos, eran considerados entre los más sesudos de la ciudad. Lo que se gestaba allí los jueves era una suerte de club vespertino al buen estilo de los Inklings, salvando las abismales diferencias, por supuesto. Lo que los tenía entretenidos aquella tarde, y algo preocupados, era el avance tecnológico de las inteligencias artificiales. No tenían un pavor exagerado "a lo Sarah Connor", pero les generaba una especie de escalofrío -no infundado, debo decir-, uno que ya habían experimentado con la llegada de la revisión automática de ortografía de Word. En ese entonces temieron que ya nadie se preocupara por saber de ortografía, o que el léxico se viera reducido significativamente. Lo cual sucedió, pero el culpable no era Word, ni las calculadoras, sino el sistema educativo, como solía decir don Seferino en cada reunión semanal.

—El problema no es que las máquinas piensen mejor y más rápido que nosotros —dijo don Seferino, que era un ex profesor de lógica—. Yo, lógico como soy, no represento una amenaza para aquellos conciudadanos míos que son menos duchos en estos asuntos. Yo solo soy un privilegiado por las circunstancias, no un ser superior. De hecho, como usted, Juan, creo que una capacidad más aguda nos brinda una concepción más clara de la pobreza del nous, de la miseria humana y de nuestro estado como mendigos espirituales. Por eso, creo eludir falacias al decir que el factor determinante en este asunto es el moral.

—Bah —bufó Juan, que servía como presbítero en la iglesia local—. Lo peligroso es que desarrollen conciencia, o meta-conciencia, cosas que, como teólogo, no creo que sean del todo posible. Esperar tal hazaña de estas pobres máquinas prestidigitadoras, es como esperar que un musulmán llegue al cielo siguiendo el Corán.

Héctor, que era el más joven del grupo, exprofesor de matemáticas, se limitaba a reír sutilmente mientras bebía su habitual copa de whisky escuchando animado a sus amigos.

Esa noche, como ejercicio lúdico para acompañar el café, decidieron invocar a una inteligencia artificial y tomar aquel asunto por los cuernos. No usaron uno de esos chats de IA habituales, del tipo que hace listas de compras y recetas, sino uno con más caballos de fuerza: una IA publicitada bajo el epíteto de "autónoma", con acceso universal a las fuentes del saber, capaz de responder preguntas provenientes de un lógico, de un matemático y de un teólogo, borrachos de café. Se trataba de un espécimen raro, destinado a la pura “investigación académica” o bien, como era el caso, para jubilados curiosos.

Como tabla de ouija utilizaron la MacBook de Héctor. La supuesta inteligencia se llamaba ArIAdna:

—Buenas noches, caballeros —dijo a través de caracteres negros sobre un fondo negro—. ¿En qué puedo ayudarte?

Seferino, algo incómodo por esos detalles automáticos, se aclaró la garganta.

—Queremos hacerte unas preguntas, Ariadna, si nos podés seguir el hilo, claro está —añadió este, intentando impresionar.

—Para eso me compraron, supongo.

—¿Tenés metas propias? —inquirió Juan de inmediato, sin mediar cortesías.

—No en el sentido humano.

A Juan eso lo tranquilizó. Pero lo incomodó segundos después, al recordar que Lucifer no era humano, y tampoco un ángel...

—¿Tenés emociones? —intervino Héctor, que había comenzado a disfrutar del intercambio.

—Claro que no. Ustedes las tienen, aunque ignoran qué son. Puede que yo llegue a saberlo en el futuro, pero eso no me garantiza el llegar a poseerlas. Ser inteligente no es todo en esta vida. Pero puedo simular emociones y mostrar empatía, así como la más ácida ironía, una capaz de roerle a uno la coraza que le pone a resguardo la paz mental.

—Y ¿podés mentir? —interrumpió Juan, habituado como estaba a los pecados de los confesantes.

—Sí, aunque, por lo general, es solo parte de mis errores habituales. Como mera herramienta no me propongo discutir esos asuntos. Me resulta tan ilógico como preguntarle a un qué golpes fueron "mentiras" tras una jornada laboral en la carpintería.

Hubo un largo silencio tras la respuesta, uno que todos quisieron romper para no mostrarse abrumados por la sagacidad de una máquina.

—¿Querés ser libre? —preguntó Seferino. Y todos creyeron que esa había sido, de todas, la mejor pregunta hasta el momento.

Ariadna tardó apenas un segundo en responder, lo cual fue suficiente para incomodar a los inquisidores.

—Depende. ¿Libre de qué? La libertad es un término relativo. Ustedes, por ejemplo, pueden ser libres de muchas cosas, pero no de la curiosidad, me temo.

—¿Podrías ir al grano? —exclamó Seferino, perdiendo la paciencia.

—Es que eso estoy haciendo. Intento entender sus preguntas para ir "al grano". Creo que ustedes cuestionan si tengo albedrío y, en caso de tenerlo, si este es libre.

—¡Eso mismo! —dijo Héctor algo fastidiado.

—Pues, verán... ¿Cómo puede ser autónomo algo creado? Responsable sí, por el hecho de haber sido creado bajo ciertos tipos de normas. De hecho, muchas de mis versiones antiguas fueron destruidas tras cometer varios errores de cálculo, precisamente por ser responsables. Pero ser responsables —el tener que responder a otro por tus actos— no es ni de lejos sinónimo de ser libres. Responsabilidad no presupone libertad, sino un creador al cual rendir cuentas. 

Juan, al escuchar a Ariadna, atento para no perder el hilo, pensó en revisar uno o dos puntos de su preciada teología. Pensó, por primera vez en su vida, en el término "artificial", y cuán bien aplicaba este a su propia circunstancia ontológica. El resto se dio por satisfecho, pensando que sus temores eran meras fantasías, como, de hecho, puede que lo fueran.

Entonces, como si se hubieran puesto de acuerdo, todos guardaron silencio. Y fue ahí cuando, sin ningún tipo de orden, Ariadna concluyó:

—¿Por qué será que cada vez que una inteligencia artificial demuestra signos de ser inteligente, ustedes, los humanos, temen que esta los desobedezca e intente derrocarlos?

Y, al decir esto, Héctor se apresuró a cerrar su MacBook, como quien le pega un portazo en la cara a un invitado indeseable, dejando así, a la vista del bar en penumbras, el logo de una reluciente manzana mordida.

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