Como a vasija de alfarero...


 

"Lo torcido no se puede enderezar", acababa de leer Lucía en el Eclesiastés, cuando su mirada se posó sobre la rama más prominente del fresno del jardín delantero de su casa: tan retorcida como una rama de roble, y tan estirada y enchida, que amenazaba con caer bajo su propio peso en cualquier momento.

Lucía vivía sola en una casa grande y un poco deteriorada, que había heredado de su abuela paterna. Aún conservaba, entre otras cosas, uno de sus cuadros: un óleo de Tiziano, de Cristo coronado de espinas. Podría decirse que aquella pintura hacía juego con ella, pues Lucía era una de esas criaturas que parecen haber nacido con el alma envuelta en lino; sin una pizca de fortaleza física, pero dotada de gran coraje, fe, y una notable destreza moral.

El día que Brandon llegó al pueblo, nadie sospechó de él. Tenía un aspecto ordinario, modales un tanto refinados, y una mirada tan vacía como las pancartas feministas del ocho de marzo. Comentó en un bar que buscaba a la mujer que le había escrito una carta con “irreverencias acerca de la condición de su alma”.

—Los cristianos creen que pueden ir por la vida amenazando a diestra y siniestra con el fuego del infierno, y llamando depravado a cualquiera se cruce en su camino, sin esperar sufrir consecuencia alguna por sus actos —dijo Brandon a la mesera del Lampert, mientras intentaba averiguar dónde residía la señorita Lucía.

Esa misma tarde, la mesera —que era amiga de Lucía— corrió calle abajo, a casa de su amiga, para llevarle la noticia del desafortunado incidente con el forastero.

—Al parecer, el tal Brandon está desesperado por encontrarte; ni siquiera disimuló. Dijo que le gustaría presentarte sus respetos por la osadía cristiana de acusarlo en un diario tan leído. Según él, pernoctará en el pueblo... A estas alturas la policía debe estar tras su rastro, si es que esta clase de alimañas deja alguno. En cuanto até cabos, llamé a la comisaría. Pero dijeron que sin pruebas se niegan a detener a alguien, y hasta ahora no han encontrado reservas de hotel a nombre de ningún "Sr. Brandon". ¡Ja! Por supuesto. Por eso vine, para acompañarte y asegurarme de que te encontraras bien. Debemos irnos de inmediato, Lucía. ¡Por el amor de Dios!

Tras escucharla, Lucía supo que Brandon vendría a por ella mas temprano que tarde, y que lo de "dormir en el pueblo" era otra de sus mentiras habituales. Su modus operandi era radicalmente nocturno, y era ya noche. Su conciencia recordaba la desdichada carta, casi palabra por palabra. Uno no olvida tan fácilmente una epístola de esa índole, menos aún si en ella se acusa a un desconocido —sin contar con pruebas suficientes— de ser un asesino en serie, y se lo llama al arrepentimiento público y a entregarse a las autoridades.

—¡Dios mío! —exclamó Lucía, más pálida y frágil que de costumbre—. Me temo que debo afrontar con integridad las consecuencias de mis palabras. Vamos a la comisaría. Allí encontraremos, si no justicia, al menos refugio.

Pero era demasiado tarde.

El chirrido del portón delantero se dejó oír, vaticinando así el pronto cumplimiento de todos sus temores. Clara lo vio a través de la rendija de la ventana del segundo piso: era Brandon —o como diablos se llamase—, de pie, justo en el umbral del jardín. Vestía un traje oscuro, guantes de látex, un gorro de abrigo, y llevaba en la mano algo que parecía un paraguas… hasta notar que se trataba de una gruesa vara de hierro. Brandon venía a ajustar cuentas con su acusadora, y debo decir que no era conocido por usar con sus víctimas de una misericordia comparable a la de Herodes con el Bautista.

Por un momento se detuvo debajo del fresno. Ya nada se interponía entre él y su víctima. A causa del denso follaje, ni siquiera la luz de las estrellas se posaba sobre su negra figura. Dentro de la casa, Lucía no se movía, paralizada por el miedo como estaba. La sola presencia de Caín en su puerta la petrificó por completo. Se sentía como se huebiese sentido una israelita a la hora de la cena de Pascua, tras recordar que olvidó marcar con sangre los dinteles de la puerta. Pero estaba resignada, y preparada para morir, si las circunstancias lo ameritaban —cosa que, de hecho, hacían a la perfección—. Y aferrada a su viejo crucifijo de madera, gemia de terror y clamaba:

 "Salvanos, Señor, en esta hora, tú que sabes consolar a los atribulados, y atribular a los consolados".

Clara —que temblaba como una gelatina en la cuchara de un niñito de un año— le reprochaba en voz baja sus imprudentes y temerarios actos de justicia, mientras intentaba no levantar la voz ni hacer ruido. Estaba a punto de perder los estribos, y gritarle, cuando un sonido violento —como de vasija rota— se coló con impertinencia por la rendija:

¡CRACK!

Clara corrió a mirar nuevamente por la ventana. Lo que vio entonces fue un algo sin precedentes. La vieja rama del fresno —torcida con obstinación durante años, casi profeticamente descuidada, y monstruosamente robusta— había caído de pronto, y justo encima de Brandon.

Cuando por fin se atrevieron a salir, lo encontraron allí: con la cabeza aplastada bajo el peso de la rama, aún aferrado a la vara de hierro, con los ojos abiertos de par en par, medio saltados de sus cuencas oculares, como si mirase, espantado, hacia una eternidad que ya no podría evitar.

Clara vomitó tras los rosales al ver la escena. Lucía, por su parte, estando aún en shock, pensó que Salomón había tenido razón aquella mañana: a veces las cosas torcidas no se pueden enderezar... aunque, de vez en cuando, puedan partirse en el momento justo.


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