Don Hilario
"Podemos perdonar fácilmente a un niño que le teme a la oscuridad; la verdadera tragedia de la vida es cuando los hombres le tienen miedo a la luz".
- Platón
Don Hilario se levantó temprano aquella mañana de mayo, como era su costumbre. Como hombre de campo, curtido por el sol y por la helada, salió del rancho siendo aún de muy noche, para ensillar el caballo —que era un matungo vaquiano y ligero como un Ñandú— y comenzar tempranito con sus labores.
—Vamo' pa'juera Pistola —dijo Hilario a su perro ovejero, quien de un salto obedeció a su amo. Y ambos, hombre y animal, se alistaron para salir a la oscuridad del campo.
La noche en cuestión era tranquila, "una má' del montón" —como él solía decir—; una de esas hechas de mate, humo y tapera, que tantas alegrías daban a la paisanada en el campo. A mitad de camino entre el molino y el gallinero, Don Hilario escuchó unos ruidos que no le gustaron nada, por lo que decidió volver a buscar el farol y la escopeta, e ir a ver de que se trataba. Al llegar al gallinero lo vio. No era hombre ni animal, aunque se parecía a ambos; era —según le contó después un paisano vecino— el Espanto.
La criatura estaba encorvada, como si buscara esquivarle el rostro, y tenía la piel sin pelambre, como el cuero seco que se pega al hueso del ganado, tras resumirse la osamenta en campo abierto. Era horrendo de ver, y no emitía ruido alguno. Sin embargo, la luz tenue del farol evidenció su inquietante y evasiva presencia. El Espanto se había comido ya dos gallinas, y a eso se debía el barullo. En cuanto el resplandor de la luz le dio en el rostro, volvió como relámpago los ojos hacia Don Hilario, quien, tembloroso y con la respiración entrecortada, supo mantener la calma como buen criollo obstinado.
Don Hilario agarró la escopeta, apuntó con desdén a la cosa, y le dijo:
—¿Qué andás haciendo por acá, bicho?
Pero el Espanto no respondió palabra.
Sin saber bien por qué, Hilario no apretó el gatillo. Apuntándole aún con firmeza, caminó despacio hasta la chata y abrió de un tirón la puerta de la caja.
—Subite —le ordenó con aspereza, e intentando mantener la compostura.
El ser obedeció, condescendiente...
Nadie supo cómo llegó merodeando al pueblo esa madrugada, pero mas de uno escuchó el atropello de las gallinas y el ladrido de los perros en la oscuridad de la noche.
Don Hilario condujo para alejarlo de la región, hasta un callejón a varias leguas del pueblo, un sitio al que ya nadie iba. Manejaba ojeando continuamente el espejo, para ver si el bulto se movía o intentaba escapar. Al llegar, sacó la pala del cajón de herramientas de la chata, y susurró para sus adentros:"Qué Diosito me libre y me guarde".
—No te muevas —le dijo luego al bulto oscuro, que apenas respiraba—. Si te movés, carajo, te juro que te mato com'un sapo.
Cavó deprisa en la tierra, bajo la luz vacilante del farol a kerosén, mientras miraba de reojo al Espanto que, quieto en la sombra, no movía ni un pelo. Pero cuando Hilario dió la última palada, el bicho habló.
Don Hilario no hizo caso al atemorizante balbuceo, puesto que los sonidos inauditos de los espantos son ininteligibles al oído humano. Solo se limitó a indicarle con la mirada el pozo recién cavado, e hizo un gesto con el mentón arrugando los labios. El Espanto, obediente, se dejó caer dentro como un cuerpo sin vida, sin resistirse a su destino. Hilario no vaciló ni un momento mientras lo sepultaba, puesto que los espantos se entierran así, aún con vida. Cuidándose de no verlo, lo cubrio con tierra y lo encomendó a Dios, rogándole no volviera a aparecer por sus pagos. Luego subió a la chata y condujo de vuelta al rancho, de raje, mirando pensativo en lontananza.
Al volver, le dijo a la paisanada que “ya estaba hecho el trabajo”, que ya "no había nada que temer". Y se fue a dormir con Pistola a su lado, y la escopeta cargada junto a la cama.
Aquella mañana de mayo no fue la excepción a su rutina. Antes de que el gran girasol naciera en el horizonte, se despertó sobresaltado, con un miedo que helaba la sangre. Eran las diez de la mañana. ¡Se había dormido! Miró a su alrededor buscando la escopeta, pero no estaba. Todo estaba en orden, como si ahí no hubiera pasado nada. El rancho, el mate, Pistola dormido al pie de la cama. Afuera no había ni rastros de gallinas muertas ni de espantos. Había pasado otra vez...
Cuando a Don Hilario se le dormía el gallo, llegaban puntuales las horribles pesadillas.
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