El eslabón perdido
"Se burlan de la noche hasta que se encuentran al diablo cara a cara."
- Presbítero Luis Román
Cristofer era uno de esos sujetos hilarantes que no podrían reconocer su propio mal aliento ni siquiera respirando dentro de una bolsa de plástico. Claro está que él no podía concebir estar equivocado, ni notar que sus premisas iban por un riel, y sus conclusiones, habiendo tomado un brusco desvío en los rieles, iban por otro lado, directo al precipicio. Ignoraba, como todo agnóstico u ateo, que las palabras son similares a las muñecas rusas: ocultan ideas, y las ideas, realidades.
El hecho es que su necedad era evidente para cualquier criatura con algo de inteligencia bien fundada. Y sí, me refiero a un cristiano.
Miguel, por su parte, era presbítero de la iglesia del pueblo de 3 de Mayo, y un hombre de pensamientos rápidos y afilados; al menos lo suficiente como para poder reírse de las burlas de Cristofer hacia su fe, y amarlo, aún después de unos cuantos rounds de estas.
Estaba convencido de que había algo allí, tras esos muros de incredulidad que el diablo había levantado en la mente de su ex hermano en la fe; quién sabe, quizás un poco de humo de lo que alguna vez fue un candil ardiente. No quiero decir que Cristofer fuera un híbrido. Tales cosas no existen. No hay neutralidad entre el cielo y el infierno, entre Cristo y Lucifer, por mucho que el sujeto en cuestión se llame Cristofer, o como demonios se llame.
Miguel era un hombre pragmático en el fondo. Creía que una buena golpiza de verborragia le vendría bien a Cristofer. "A veces, el fuego se enciende mejor echándole viento", solía decir, "aunque muchos crean que es contraproducente". Cristofer, por su parte, usaba muy bien las palabras. Pero solo hacia eso: usarlas. Su voz irradiaba la brisa cálida de un sol en primavera, pero se trataba de un calor efímero, y carente de luz.
A pesar de eso, Miguel hizo de tripas corazón y, movido de un amor entrañable, se acercó a Cristofer para tener una breve charla, si este último lo permitía, por supuesto.
—Siento que estoy intentando persuadir a un hermano berrinchudo a que vuelva a amar a su Padre —dijo Miguel, con cierta tristeza—-. No creo que mi papel sea convencerte de que nuestro padre exista, aunque lleves tiempo sin verle. Tu problema se resume en esos dos principios del ateísmo militante, del que tanto alardeas: el primero, que Dios no existe, y el segundo, que lo odias.
Cristofer lo miró con un aire de soberbio desprecio.
—No empieces con tus tontos clichés evangélicos, por favor. Si deseas ahogarme, al menos no me metas en aguas tan poco profundas —vociferó.
—Con mucho menos el ladrón de la cruz junto a Jesús creyó y entró al paraíso, ¿no es así? Además, no estás en una posición mejor como para hacer reclamos al Señor de la vida, Cristofer. Por el amor de Dios.
—Los tipos como yo, bien sabes —dijo Cristofer, sin disimular su jactancia— no nos damos por vencidos ni aún vencidos. Trémulos de pavor, nos pensamos bravos...
—Con fragmentos de poemas de Almafuerte —lo interrumpió Miguel— no habrás de eludir la verdad, mi querido y resbaladizo amigo. Tú mejor que nadie, que conoces tanto de apologética cristiana, sabes también de la imposibilidad epistémica que imponen al filósofo el materialismo y el evolucionismo. ¡Tú, que fuiste guía de ciegos en estos asuntos! Cae más hondo quien se precipita de una mayor altura, bien lo sabes...
Un silencio más sordo que de costumbre cayó de pronto, bautizando aquella sala.
—Mi deseo de vivir, de extender mi agonía en este mundo absurdo, aún mi anhelo de que exista un paraíso después de él, mi estimado Miguel, es una reacción química dentro de este rígido y sonoro hueso con cuencas oculares —dijo Cristofer, golpeando su cabeza al ritmo de sus sandeces—. Así como tu sensación de placentera convicción tras esos "por lo tanto", "en consecuencia", y tantos otros heraldos de tus tan codiciadas conclusiones lógicas. Pero la realidad es que todo eso no pasa de mera pirotecnia neuronal. Nada más. Un burbujeo adictivo antes de descender al polvo. Y bien dicen ustedes que las adicciones son cosas paupérrimas.
Miguel en ese punto decidió no arrojar más perlas a los cerdos. "Ellos nunca miran hacia el cielo", pensó. Sabía que Cristofer no se revelaba por falta de evidencia, ni por falta de palabras -de eso estaba seguro-, sino por falta de voluntad.
El silencio ahora les lastimaba los oídos. Tras la mudez de Miguel, Cristofer, que interpretaba el suceso como una victoria, dejó entrever una irónica sonrisa de auto satisfacción.
De repente, un pitido agudo y sostenido atravesó el silencio de par en par, de manera trágica.
Marciel, la enfermera de cuidados intensivos, tomó nota del reloj en su cuaderno: 3 de Mayo de 2021, 21:00 horas. Ella nunca olvidará esa fecha y esa hora; el día en que tuvo ojos para ver, oídos para oír y fe para creer en Jesucristo.
Pero lo que Cristofer vio tras cerrar y abrir los ojos, fue algo muy diferente. El desgraciado, apenas abrió los ojos, vio a Pitecántropo, remando como un desquiciado hacia él, batiendo con sus remos las nauseabundas aguas del infierno. Se acercaba velozmente a su presa, como lo hace una hiena hambrienta al ver un trozo de carne hedionda caerle a poca distancia. El hedor del cerdo llamó a aquel barquero de inmediato. Cristofer, como siempre, no dio demasiada importancia a la escritura que vio en el dintel al atravesar la puerta del infierno; aquella que le llamaba a abandonar toda esperanza. Seguía confiando, aunque cada vez con mayor esfuerzo, en su terca incredulidad. Para él, todo aquello era producto de su tumor cerebral. "Todo esto, por supuesto, ha de ser una severa alucinación. La morfina ha de estar jugándome una mala pasada. Sí, eso debe ser", se decía a sí mismo, intentando aferrarse a la calma con uñas y dientes. Pero los "fuegos artificiales" comenzaban a parecerle cada vez más vívidos.
A Pitecántropo, el espectáculo de una estupidez no cristiana tan extrema, no hacía más que avivarle sus infernales glándulas salivales. Hacía tiempo que no disfrutaba de un manjar tan hediondo. El sabueso del infierno disfrutaría de un apetitoso festín aquella noche, y los dolores de Cristofer, por su parte, se sentirían más reales que de costumbre.
Desde ese momento, lo único que le pareció irreal, a la luz de eternidad, fueron los breves días de risas y burlas previos a su muerte. Aquella dolorosa realidad, trascendente y eterna, pronto le devolvieron la cordura. O quizás deba decir que lo hicieron demasiado tarde.
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