El hombre que fue Jueves


“In rebus cunctis natura praescripsit modum”. [En todas las cosas, la naturaleza ha fijado un límite].
- Virgilio, Geórgicas, II, 489.



La hora del té en casa de Elisa acostumbraba ser prometedora, siempre que uno soportara los arranques de perspicacia repentina de su dueña. Todos los presentes -excepto ella misma, y ​​tal vez Carlos, que hablaba poco- creían que sufría de algún leve retraso, y que debía ser medicada.

—Me resulta exquisito que los cerezos siempre se parecen a cerezos, los olmos a olmos, y el agua a agua —dijo Elisa, tan pronto como hubo acabado de dar el primer sorbo de la tarde.


Eso fue demasiado rápido para todos los presentes, que pensaron a una que la muchacha se estaba esforzando por romper su propio record o hacer que, por fin, dejaran de venir a su casa cada miércoles a la hora del té.

—No entiendo cómo puede deleitarte tanto la hastiante monotonía de las cosas, precisamente por el insípido hecho de que sean monótonas —exclamó Cloe, visiblemente contrariada.

—Por el contrario, sería muy desagradable y un verdadero caos si no fuera así.

—¿Un qué?

—Un ce, a, o, ese: caos —deletreó Elisa—. La monotonía o, como yo la llamo, la "uniformidad de la naturaleza", es lo que hace que una cosa sea lo que es y no otra cosa.

—Tu postura es demasiado limitante —añadió Cloe, algo asqueada—. ¿Quién decidió estas cosas, murió y te heredó su trono?

Elisa enmudeció tras llevarse a la boca un cupcake de manzana. Luego añadió: "¿Le sirvo más café, Carlos?".

Don Carlos —que era severamente locuaz a la hora de envenenar frases aparentemente inocentes y fuera de lugar— apoyó la cabeza en una mano e, ignorando su pregunta, murmuró:

—La identidad de género es como la mujer de los evangelios: cuanto más la tratan los médicos, más empeora...

La sala se quedó en silencio.

Cloe dejó caer su cuchara al suelo, y Elisa se regocijó en silencio con aquel sonido metálico, tan propio de una cuchara de metal.

— ¿Qué quiere decir con eso? —preguntó luego Cloe, aguzando las pestañas, que más bien se parecían a los pelos de una oruga urticante.

—Lo que quiero decir, Cloe —dijo don Carlos con un repugnante tono paternal—, es que las jovencitas que piensan como tú confunden disforia con dogma, y ​​luego pretenden imponerlo a todo el mundo a la hora del té.

Elisa aclaró su garganta una o dos veces, como buena anfitriona, y pidió un poco de delicadeza a sus invitados. Fue entonces cuando entraron los niños corriendo a empujones, peleando por el señor Cara de Papa.

—¡Tomi quiere ponerle tres ojos y una espada, y yo quiero ponerle polleras y tacones, mamá!

—¡Excelente oportunidad! —exclamó eufórico Carlos—. Niños, díganle a Cloe cuál es el problema de tener una sola papa y, sin embargo, muchas piezas de señor y señora Cara de Papa.

—Una papa para ambos conjuntos de piezas es demasiado limitante... —dijeron al unísono los niños, con una locuacidad de la que nadie los creía capaces.

—¿Más azúcar, Cloe? —dijo Elisa, queriendo cambiar de tema.

—Sí, por favor —respondió esta, intentando mantener los estribos de su caballo, que a estas alturas solo quería patear y escupir a mansalva.

Elisa le sirvió con ese aire de elegancia y calma tan característicos de su dulzura.

—¡Dah! —exclamó Cloe con desagrado, tal y como si hubiera tragado una mosca—. ¡Es sal!

—Mil disculpas. En verdad lo siento —dijo Elisa, contristada por el accidente, y temiendo que Cloe comenzara -como era habitual en ella- a creer que todo se debía a algún tipo de conspiración en su contra.

— "Naturam expelles furca, tamen usque recurret" —exclamó don Carlos, con su habitual neutralidad y suspicacia al citar.

—Uff... —refunfuñó Cloe al percibir que se trataba de una cita de Horacio, el "retrógrada" poeta latino—, mientras se apresuraba a alistarse para salir lo antes posible de allí.

—No, no. Déjame tener la última palabra, esta vez al menos.

Nadie se opuso, puesto que, por lo general, Carlos se limitaba a leer a Chesterton en silencio, o a mirarse los dedos y escuchar al resto sin interrumpir demasiado. El desgraciado daba la impresión de haber guardado silencio cada miércoles, para dar rienda suelta a su lengua aquel preciso día y en aquel preciso instante. 

—La realidad —comenzó a decir Carlos—, así como la brújula, insiste en mirar al norte, despreciando con soberbia nuestra ignorancia, queridas amigas... Y yo, a estas alturas de mi vida, ya no tengo la paciencia ni la falta de cordura requeridas para tolerar que un joven exija pollo sin hormonas para comer los lunes, mientras que, los jueves, se inyecta varias dosis de hormonas para parecerse a una mujercilla. ¡Ponerle ubres a un toro no produce una vaca! ¡Por Aristóteles! ¿Acaso no han escuchado a los niños? ¿No han notado que una papa sigue siendo una papa, aunque le cuelguen tacones o espadas?

Carlos guardó silencio un momento, mientras revolvía su café. Luego se dirigió a Cloe, mirándola a los ojos, algo que no solía hacer al hablar.

—Y al parecer, tus deseos por azúcar, y tu percepción azucarada, acaban de ser evadidos por la salinidad de la sal, que resultó ser inexpugnable. Y el resultado, mi bella Cloe, no es disforia. No. Es el dolor caprichoso de tu impotente rebelión en contra de la configuración del cosmos.

Dichas estas palabras, Carlos volvió su mirada a El hombre que fue Jueves, sin volver a intervenir. Aquel día Cloe entendió el odio repentino de los fariseos ante un hombre tan manso como Jesús. Sin embargo, guardó silencio y pareció reconsiderar el asunto. Pero ya nadie volvió a tocar el tema de nuevo aquella tarde.

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