El precio del discipulado
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Pieter Brueghel el Joven |
"El que caiga sobre la piedra será quebrantado, y aquel sobre quien ella caiga quedará desmenuzado".
- S. Mateo 21:44
"Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su alma, la salvará".
- S. Mateo 16:25 (paráfrasis del autor).
En Gadara se había gestado una peregrinación de última hora hacia Jerusalén para ver a Jesús. Se trataba de discípulos, pueblerinos convertidos con la predicación de un ex endemoniado que solía vivir atado junto a los sepulcros. Estos se dispusieron a ver a su Señor antes de su posible inminente muerte, pues había llegado a sus oídos la nueva de que este había sido apresado y enjuiciado injustamente, por lo cual se dispusieron a marchar cuanto antes.
Pero entre el rebaño de ovejas iba un “cerdo” de Gadara, un joven llamado Joaquín, cuyo único motivo religioso aquel día era asistir a la ejecución del "milagrero". Para él, aquel Jesús de Nazaret no era más que un farsante y un agitador, digno del destino que le había tocado en suerte.
—Dicen que hace pocos días resucitó a un muerto que ya hedía, con el solo uso de la palabra —comentó un peregrino, vecino de Joaquín, que caminaba junto a él—. De todas formas no pensé que vendrías —añadió, algo incómodo por la presencia del muchacho.
—Bueno, es Pascua, y preferí viajar acompañado. Los caminos a Jerusalén son demasiado peligrosos para una oveja solitaria —respondió, con una sonrisa que dejaba entrever sus dientes.
Aquel día Jerusalén hervía como un avispero al que lo han atravesado con un palo, y el Gólgota estaba más concurrido que de costumbre. Joaquín llegó tarde, perezoso entre los peregrinos. La muchedumbre que se interponia entre él y Jesús parecía una muralla de carne, y un soldado romano, poco simpático, le negó el paso. Joaquín entonces le pidió ayuda desesperado, diciéndole que una mujer mayor había caído en un barranco. El soldado accedió y se apresuró para socorrer a la mujer. Pero no encontró a nadie. Solo al gadareno, que, viniendo por detrás, lo golpeó en la cabeza con una gran roca y lo mató.
Aun así, aquella hazaña no fue suficiente. Una mendiga anciana estorbaba en la subida por el angosto pasillo de piedra con sus pasos lentos -propios de su edad- y un puñado de niños a su cuidado. Esta iba murmurando oraciones a Dios, y parecía estar desconsolada. Pensaba para sus adentros que, quizás, si su nietito tocaba a Jesús, o si lo veía a lo lejos, quedaría sano de esa horrible y tristísima ceguera que lo azotaba desde que era solo un bebé. De un momento a otro el cielo se cubrió de sombras, de una oscuridad espesa y asfixiante. Y Joaquín, aprovechando aquel oscuro manto que lo hacía invisible a los ojos de todos, empujó a la mujer con fuerza, junto con sus nietos, hacia el barranco. Estos rodaron cuesta abajo y fueron a dar directo contras las rocas, que muy pronto quedaron teñidas de rojo, semejantes a los huesos de unas cerezas recien mordidas. Pero a causa de la oscuridad, nadie notó la pérdida de la insignificante anciana ni de los niñitos.
Finalmente el gadareno alcanzó la cima del Gólgota. Tres cruces contrastaban contra un cielo azabache, y había en torno un silencio expectante. Jesús alzó entonces la mirada hacia el cielo, mientras sus labios avinagrados dispensaban perdón hacia sus matadores, un perdón que ni siquiera habían pedido. Luego, los ojos del Cristo se posaron sobre él, y Joaquín tuvo la fuerte impresión de que, de algún modo, esos ojos habían visto lo que él había hecho al resguardo de la oscuridad. De pronto, agua y sangre brotaron del costado que daba hacia donde él se encontraba. En ese instante la tierra tembló, y Joaquín sintió que algo en el pecho se le resquebrajaba. Apresuró el descenso de la colina, llorando y golpeándose el ahora blando pecho. Entonces, de la nada, como en un sueño, vio a la anciana muerta, con sus inconfundibles pasos lentos, caminando con sus nietos hacia la cruz. Joaquín la abrazó arrojándose a sus pies, y desde ese día la amó, y la cuidó como a una madre.
La anciana no tardó en darse cuenta de que había sido él, entre las sombras... Nada más podría explicar un amor tan repentinamente grande. Su nieto, sin embargo, no llegó a tiempo para recuperar la vista.
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