Elías y los girasoles



"Guardai in alto, e vidi le sue spalle 

vestite già de' raggi del pianeta

che mena dritto altrui per ogne calle"

-Dante Alighieri, Comedia, Canto I


La paz parecia haber abandonado el hogar de los Antánus después de mucho tiempo, porque su pequeño hijo, Elías, que era ciego de nacimiento, se había extraviado en el campo. Su madre -una mujer de firmes y cristianas convicciones- sostenía que su hijo debía estar a más de una legua de distancia, puesto que, si estaba gritando como solía hacer al perder el rumbo, ellos no lograban escucharlo. 

Elías Antánus tenía apenas ocho años y adoraba pasar el día, si no entre las hojas de los libros, entre las hojas de las plantas. Y aquel día no había sido diferente, salvo por un detalle: se había perdido. La noche caía con rapidez, más veloz que el paso de un niñito ciego a través del campo. Tal vez a un niño que ve, la oscuridad le habría causado algo de temor, pero no era el caso de Elías. Solo sentía un poco de frío, propio del ocaso, pues el sol ya se hundía tras el monte de eucalipto que está detrás de su casa. Frente a los pumas y los jabalíes, en caso de toparse con uno, de poco servía tener o no tener vista, fuera de día o de noche.

Entonces Elías, ya cansado de caminar por el prado entre las malezas altas, se echó de rodillas para encomendarse a Dios -quien guía los pasos y los destinos de los hombres a su antojo-. Y al hacerlo, se raspó la cara contra algo áspero y duro, como un palo. Se sentía abandonado, por lo que se consoló orando un Padrenuestro antes de ponerse en pie para seguir adelante, confiando en la guía de Dios.

Mientras tanto, sus padres habían tomado el camino de los eucaliptos. Les parecía más razonable suponer que el muchacho estuviera perdido, no en un campo de plantas bajas, sino en un monte tan abarrotado de árboles y tan intransitable como aquel.

Elías, sin embargo, sin lágrimas ni palabras de desdén por el golpe en la cara, se adentró en aquel campo sembrado. A juzgar por el tallo grueso y áspero, las hojas en forma de corazón, y la enorme cabeza coronada de pétalos, no tuvo dudas de que se trataba de un campo de girasoles. Los tocó uno por uno. Todos, casi sin excepción, miraban en una misma dirección. Puede que Elías nunca hubiese visto un girasol, pero los conocía a la perfección. Lo que sabía de botánica era inversamente proporcional a su conocimiento empírico de los colores. Además, su padre le había enseñado que su casa quedaba al poniente. Así que decidió seguirles el rastro a los girasoles, hacia el dulce nido.

Avanzó tocando, cabeza tras cabeza, como quien lee el mapa en braile de un enorme laberinto invisible. Cada flor señalaba con su frente dorada a aquel que siempre guia recto en cualquier camino. 

—Cada planta tiene su liturgia propia, pero la de los Helianthus annuus es singularmente hermosa —pensó Elías en voz alta, conmovido en sus jóvenes entrañas.

Tras un buen rato de deleitoso paso entre los girasoles, sus dedos chocaron contra algo duro, y reconocieron que se trataba de la puerta del jardín: el marco irregular, la pintura suave y descascarada, la cruz en el dintel... eran inconfundibles. Había vuelto a su casa. 

Al día siguiente, sus vecinas, algo intrigadas por el desenlace del suceso, preguntaron cómo se las había arreglado Elías para reconocer el camino a casa, solito, a pesar de su "condición". La señora Antánus, cansada de que trataran a su hijo con un inválido mental, se limitó a sacudir la harina de su falda con indiferencia, y mirandolas con obvia condescendencia les respondió:

—Heliotropos en fila, queridas. Pues, verán, así como saber leer no aprovecha en nada si los niños están esclavizados a una pantalla y sus libros -si es que los tienen buenos- atados a sus bibliotecas, es igualmente inútil tener un buen par de ojos, brillantes y sanos, si uno no logra ver con ellos las cosas que lo rodean.

La curiosidad, debo decir, cesó al instante, y nadie volvió a tener la osadía de preguntarle nada más acerca del asunto.






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