La sentencia de Álem

Nicolás Poussin, 1649.

"Sátira, s. Especie de composición literaria en que los vicios y locuras de los enemigos del autor son expuestos sin demasiada ternura."
El Diccionario del Diablo , Ambrose Bierce

En el poblado de Álem, donde el mayor alboroto del año solía limitarse a la sección de cuernos y polleras, se llevó a cabo un juicio de tan graves consecuencias que dividió a sus ciudadanos… literalmente.

Dos mujeres del pueblo, parientas entre sí, la señora Leonor y la señorita Julia, reclamaban la custodia de un niño llamado Horacio, cuya mejor hazaña hasta entonces había sido nacer.

Ambas eran mujeres respetadas en el pueblo, aunque ni la una ni la otra eran lo que se decía “aficionadas a la maternidad” o, como ellas solían llamarlo, a “maternar”. Durante años habían defendido con no poca pasión la conveniencia de no reproducirse. Las excusas de estas amigas de todo lo natural y orgánico -excepto de los organismos vivos en el útero- eran diversas. No tenían hijos, según afirmaban, a causa de la sobrepoblación, por la libertad individual, por unos muebles caros que deseaban comprar, por los pobres, y una larga lista de artículos semejantes. En definitiva, no llenaban el mundo, a fin de (segun ellas) sojuzgarlo mejo.

Debido a estos pormenores de sus prontuarios reproductivos, la inusitada disputa por la tenencia del pobre niñito no hacían más que llamar la atención de todo el poblado.

—Es mi sangre —insistía la señora Leonor mientras derramaba lo que parecían ser lágrimas—. Nadie puede negar cuánto nos parecemos...

—Lo que digas. Pero el caso es que mi hermana me lo confió justo antes de hacerse budista y desentenderse del pobre Horacio —respondió la señorita Julia, sin una pizca de simpatía ante las lágrimas de Leonor.

Nadie les creyó ni media palabra. Por lo general, ambas daban discursos anuales acerca de lo poco prácticos que suelen ser los niños, y de lo ansiosas que estaban por que los demás los delegaran a terceros tan pronto cuánto aprenderían a caminar, "por el bien de una educación de calidad". Ni hablar del foco de sus más energéticas disertaciones, que giraban en torno al misoprostol, a las tenazas, al bisturí ya las aspiradoras (no las que limpian casas, por supuesto).

El juez Sneider, un caballero de modales suaves pero mordaz al dictaminar, escuchó con paciencia a los litigantes y, tras una larga pausa —no por indecisión, sino por respeto a la sensibilidad de los presentes— y, a pesar de no tener útero, pronunció su sentencia.

—Dado que ambas reclaman la tenencia del niño, y que ninguna ha mostrado la menor intención de ceder ante la otra movida de afecto hacia él, aplicaré el método más justo que conozco.

Hubo una pausa macabra y salomónica tras sus palabras.

—En el tipo de procedimiento que estoy a punto de sugerir, cuando se efectúa in útero , suele llevarse a cabo tras hacer escuchar a la madre el corazón de su bebé. En este caso, por fuerza, él de invertir el orden de las cosas.

Sneider hizo un gesto en el aire con su dedo índice.

De inmediato, dos enfermeras trajeron un estetoscopio al estrado. El silencio fue total. No lograron oír ni siquiera el menor resquicio de un latido en ninguno de los dos casos.

—El niño será partido en dos —dijo el juez... como si tal cosa.

La sala exhaló al unísono un suspiro de alivio por la integridad mental del niño. El partimiento de su cuerpo bien valdría la pena.

Ambos litigantes parecieron aliviadas por la velocidad del proceso, y sólo un poco enfadadas, como si hubieran disputado y perdido una simple bagatela: un mueble para el living o un pañuelo bordado.

El "procedimiento", debo decir, se practicó de manera higiénica e indolora. Pero lo público del mismo hacía que era difícil de ignorar. La mayoría de los espectadores salen del recinto absortos y, por primera vez en sus vidas, cuestionando sus principios éticos con un poco más de rigor que sus gustos culinarios.

Con el tiempo, el escándalo que suscitó la repartición de Horacio fue muriendo y, repulsivamente pronto, Álem volvió a su paz habitual: con una plaza menos poblada y dos mujeres con la mitad de algo que, para ser sinceros, nunca habían querido del todo.


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