La tragedia de doña Rosa

 

Óleo de Adolph Tidemand


"Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo".
- Ludwing Wittgenstein

Si es verdad que la cultura es -como dicen por ahí- la religión exteriorizada, el pueblo de York bien podría haber ganado el premio provincial a la religión mas esteril, hueca y fea. El futuro de York tampoco era muy prometedor. El léxico de los niños del poblado había bajado de 5000 a 250 palabras en solo unos pocos años de gloriosa y moderna educación pública y gratuita, entre las cuales se contaban varias decenas de palabras prescindibles, como Instagram, hashtag, like y Facebook.

Pero eso no le importaba demasiado a nadie en el poblado. York es un pueblo rural, y para poder amasar una buena fortuna allí, basta saber conducir una trilladora o una sembradora. Los carteles luminosos para un buen futuro enfatizaban la búsqueda de operarios, no de pensadores o artistas. Si el Tisbita o José descendieran en York en un torbellino de fuego, probablemente experimentarían severas visiones sobre vacas acéfalas devorando a otras con cabeza, o algo por el estilo.

Pero era la hora del té en York, aunque ya nadie tomaba té, salvo cuando lo dictaba alguna influencer viviendo al otro lado del globo, o como Marilin solía decir: en el culo del mundo. Y ahi estaban dos amigas, Marilin y Rosa, en casa de esta última, teniendo una breve conversación acerca del desempeño académico de sus retoños:

—Mi hijo no sabe leer —exclamó Rosa angustiada.

—¿Te refiere a que no puede leer siquiera una oración, a que no sabe leer en voz alta, o a que no logra entender lo que lee? —preguntó Marilin.

—Mi hijo no lee en ninguno de esos sentidos —dijo Rosa, a punto de romper en llanto.

Marilin gatilló su ceja derecha y escupió:

—Te entiendo querida. Nuestra educación estatal es de tal calidad que, cuando los niños concluyen sus estudios, no vuelven a tocar un libro en sus tristes y ocupadas vidas. Pero ¿qué podemos hacer nosotras? Se supone que ellos son expertos en estas cosas...

Rosa se echó a llorar de nuevo. Luego, secando sus lagrimas, dijo:

—¿Sabes qué pienso? Pienso que lo que hacen es comparable a intentar enseñarle a comer a todo el mundo y, al concluir, haberles quitado el hambre por completo. Además, ¿qué sentido tiene el comer comida chatarra? Antes, según recuerdo, leiamos libros de mayor calidad; clásicos, si no recuerdo mal. Y también me viene a la mente un dicho de Mark Twain, que decía que los clásicos son esos libros que todos desean haber leído, pero que nadie quiere leer... hoy ya no aplica, y en eso también veo el espiral descendente en el que estamos.

—Tienes razon Rosita... el proceso de educación actual —dijo Marilin con aire pensativo— produce, la mayoría de las veces, resultados tan curiosos como la ausencia de ella. Si, como suelen decir, a través de la educación el alma de una generación pasa a la siguiente, me temo que será mejor preparar los bates de béisbol y las hachas —concluyó esta, echándose a reir.

En ese momento, Carlos -el susodicho analfabeto funcional de seis años- entró a la sala arrastrando los pies, con los ojos más vacíos que su alma, y sosteniendo su tableta sin batería como si se tratara de un gato muerto.

—Mamá, estoy aburrido y no sé que hacer.

—Ve a jugar afuera, hijo.

—¿Qué podría hacer afuera? —Respondió Carlos con disgusto.

Esa última sentencia debastó a Rosa por completo. Luego miró a su amiga, avergonzada. Si hubiese una ambulancia, o algún método de primeros auxilios educacionales, de seguro hubiese hecho algo.

—¿Y si leemos un poema? —sugirió Rosa a su retoño, desesperada.

La única respuesta que recibió fueron dos ojos en blanco y una rápida huida a la habitación.

Marilin se levantó sin decir más, tomó su abrigo y, antes de irse, le susurró a Rosa, rebosante de ironía, pero con una voz que parecía, a la vez, el ronroneo de una gata amamantando a sus cachorros:

—No te preocupes, querida. Pronto habrá tablets con baterias mas duraderas, con aplicaciones que lean por él, piensen por él y, si todo marcha bien, que sientan por él. Tú sufres porque sabes cuán seca está el alma del pobre. Pero él lo ignora. Nosotras mismas también ignoramos cuánto ignoramos.

Y, habiendo dicho esto, se levanó de súbito del sillón, sin acabar el té, y se marchó con una mezcla de prisa y desesperación a retirar a su bebé de seis meses del jardín maternal. 

Comentarios

Entradas populares