La vida en el campo
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Los cuentos se multiplican como los panes y los peces, pero debo salir al paso a una posible crítica: la estructura del cuento -y creo que cualquier lector de Saki lo notará de inmediato- es la misma de La Ventana Abierta. El ornamento es de mi propiedad, por supuesto. Pero ahí está mi reconocimiento a Munro... con francotirador y todo. ¿Qué culpa tengo de que me gusten ciertas cosas? Escribo lo que me gusta leer. Punto.
Ahora si, el cuento:
El psicólogo Sneider pertenecía a esa clase de hombres pusilanimes que se preocupan en exceso por seguir respirando. Según él mismo creía, esto se debía a su madre, una mujer sobreprotectora, culpable de que se le encresparan las terminaciones nerviosas ante la menor pizca de realidad sin diluir.
Había sido persuadido hacia poco de lo beneficiosa que era la vida en el campo para la salud, y de cómo esta era capaz de elevar la esperanza de vida, por lo que había comenzado a pensar seriamente en comprar su propia casa de campo. Pero no sin antes comprobar qué tan bien le sentaba la vida agreste a sus pobres nervios. Y fue por esto que aceptó la invitación de don Francis -un campesino local- para pasar un fin de semana en su chacra.
Ya de por sí, Sneider había gastado no pocos años de su vida tratando de eludir la muerte: comía hojas verdes, evitaba todo riesgo innecesario (palabra que estiraba más de la cuenta) y, de haber sido judío, no habría dudado en apostatar con tal de conservar sus pulmones. Porque -como su temperamento le obligaba a repetir siempre que podía-: "¿Qué clase de Dios "bueno" ordenaría beber tragos fuertes y comer carne con grasa en su presencia, cuya manifestación visible es una gran nube de humo?".
El señor Sneider llegó un viernes cerca del mediodia a la casa de Don Francis, donde lo recibió una niña de doce años, de semblante indescifrable, pudorosa belleza, y modales que irradiaban cortesía. Jazmín -según se presentó- era nieta de Don Francis, quien —según explicó ella— “se encontraba ocupado en el monte, recolectando leña para el hogar”.
— ¿Le gustaría esperar en el living? —preguntó Jazmín al invitado, con amabilidad—. Llegó antes de lo previsto. Tal vez tenga suerte y pueda ver a las lechuzas conmigo.
Sneider, con su valija aún en la mano y más ganas de tomar algo que de ver aves, le preguntó si ella consideraba que el mediodia era una hora apropiada para ver aves nocturnas.
—Oh, no, de ninguna manera—se apresuró a decir Jazmín mientras le alcanzaba un vaso de agua—. Siempre aparecen de noche, es poco habitual verlas al mediodía.
—Y... mmm... ¿son peligrosas? —preguntó este, incomodándose un poco.
—Depende —dijo Jazmín—. Mi abuela solía decir que su siseo en la puerta o en la ventana de una casa, augura la muerte próxima de alguno de los individuos que la habitan. Ah, y siempre me advirtió que si uno las escucha, solo debe evitar mirarlas a los ojos.
Se hizo un silencio denso, de esos silencios que parecen ceder a regañadientes si uno los violenta.
El psicólogo Sneider pertenecía a esa clase de hombres pusilanimes que se preocupan en exceso por seguir respirando. Según él mismo creía, esto se debía a su madre, una mujer sobreprotectora, culpable de que se le encresparan las terminaciones nerviosas ante la menor pizca de realidad sin diluir.
Había sido persuadido hacia poco de lo beneficiosa que era la vida en el campo para la salud, y de cómo esta era capaz de elevar la esperanza de vida, por lo que había comenzado a pensar seriamente en comprar su propia casa de campo. Pero no sin antes comprobar qué tan bien le sentaba la vida agreste a sus pobres nervios. Y fue por esto que aceptó la invitación de don Francis -un campesino local- para pasar un fin de semana en su chacra.
Ya de por sí, Sneider había gastado no pocos años de su vida tratando de eludir la muerte: comía hojas verdes, evitaba todo riesgo innecesario (palabra que estiraba más de la cuenta) y, de haber sido judío, no habría dudado en apostatar con tal de conservar sus pulmones. Porque -como su temperamento le obligaba a repetir siempre que podía-: "¿Qué clase de Dios "bueno" ordenaría beber tragos fuertes y comer carne con grasa en su presencia, cuya manifestación visible es una gran nube de humo?".
El señor Sneider llegó un viernes cerca del mediodia a la casa de Don Francis, donde lo recibió una niña de doce años, de semblante indescifrable, pudorosa belleza, y modales que irradiaban cortesía. Jazmín -según se presentó- era nieta de Don Francis, quien —según explicó ella— “se encontraba ocupado en el monte, recolectando leña para el hogar”.
— ¿Le gustaría esperar en el living? —preguntó Jazmín al invitado, con amabilidad—. Llegó antes de lo previsto. Tal vez tenga suerte y pueda ver a las lechuzas conmigo.
Sneider, con su valija aún en la mano y más ganas de tomar algo que de ver aves, le preguntó si ella consideraba que el mediodia era una hora apropiada para ver aves nocturnas.
—Oh, no, de ninguna manera—se apresuró a decir Jazmín mientras le alcanzaba un vaso de agua—. Siempre aparecen de noche, es poco habitual verlas al mediodía.
—Y... mmm... ¿son peligrosas? —preguntó este, incomodándose un poco.
—Depende —dijo Jazmín—. Mi abuela solía decir que su siseo en la puerta o en la ventana de una casa, augura la muerte próxima de alguno de los individuos que la habitan. Ah, y siempre me advirtió que si uno las escucha, solo debe evitar mirarlas a los ojos.
Se hizo un silencio denso, de esos silencios que parecen ceder a regañadientes si uno los violenta.
Sneider miró de reojo a su poco apacible anfitriona.
—Y vos, ¿qué? ¿Pensas que esas cosas son ciertas? —dijo, fingiéndose incrédulo.
—La verdad no he pensado demasiado en ello, ahora que me lo preguntas... no merece la pena. De todas maneras las lechuzas, lamentablemente, debo decir, no suelen darle a uno la oportunidad de comprobar la eficacia de sus presagios.
—Ups, ¡quién lo diría! ¡Usted me ha traído algo de suerte! Y tal parece que tendré mi oportunidad, después de todo —dijo Jazmín, mirando con una creciente sonrisa hacia la ventana.
De pronto se oyó un débil murmullo que se acercaba a la puerta de entrada. Sneider volteó a ver, y él y la lechuza cruzaron miradas como en una escena de cowboys.
Para alguien como él -que actuaba como si un francotirador le apuntara sin tregua- el siseo del ave fungió como disparo de largada, y el pobre desgraciado echó a correr a la aventura, cubriéndose los ojos con las manos, y jamás volvió a saber de él.
Para Sneider era realmente duro recalcitrar contra el aguijón.
Media hora más tarde, Don Francis entró en la casa cargando un montón de leña y una afable sonrisa, pensando encontrar dentro de su invitado.
—¿Dónde está el señor Sneider? —dijo Francis al encontrar solo a su nieta tomando mate y alimentando -como era su costumbre- a las lechuzas.
—Se fue —dijo Jazmín sin levantar la mirada ni dejar de hacer lo que hacía—. Al parecer descubrió una ignota fobia a las lechuzas.
Don Francis frunció el entrecejo con manifiesta desconfianza.
—¿Otra vez el cuento de las lechuzas, Jaz?
—Sí... —dijo ella, con una sonrisa tierna y persuasiva, como si el articular disparates con total seriedad fuera su pasatiempo favorito—. Le habría hablado de ellas sin necesidad de inventar nada, abuelo, pero, en general, a los adultos como el señor Sneider, la realidad les resulta mucho más insoportable que cualquier ficción.
—Y vos, ¿qué? ¿Pensas que esas cosas son ciertas? —dijo, fingiéndose incrédulo.
—La verdad no he pensado demasiado en ello, ahora que me lo preguntas... no merece la pena. De todas maneras las lechuzas, lamentablemente, debo decir, no suelen darle a uno la oportunidad de comprobar la eficacia de sus presagios.
—Ups, ¡quién lo diría! ¡Usted me ha traído algo de suerte! Y tal parece que tendré mi oportunidad, después de todo —dijo Jazmín, mirando con una creciente sonrisa hacia la ventana.
De pronto se oyó un débil murmullo que se acercaba a la puerta de entrada. Sneider volteó a ver, y él y la lechuza cruzaron miradas como en una escena de cowboys.
Para alguien como él -que actuaba como si un francotirador le apuntara sin tregua- el siseo del ave fungió como disparo de largada, y el pobre desgraciado echó a correr a la aventura, cubriéndose los ojos con las manos, y jamás volvió a saber de él.
Para Sneider era realmente duro recalcitrar contra el aguijón.
Media hora más tarde, Don Francis entró en la casa cargando un montón de leña y una afable sonrisa, pensando encontrar dentro de su invitado.
—¿Dónde está el señor Sneider? —dijo Francis al encontrar solo a su nieta tomando mate y alimentando -como era su costumbre- a las lechuzas.
—Se fue —dijo Jazmín sin levantar la mirada ni dejar de hacer lo que hacía—. Al parecer descubrió una ignota fobia a las lechuzas.
Don Francis frunció el entrecejo con manifiesta desconfianza.
—¿Otra vez el cuento de las lechuzas, Jaz?
—Sí... —dijo ella, con una sonrisa tierna y persuasiva, como si el articular disparates con total seriedad fuera su pasatiempo favorito—. Le habría hablado de ellas sin necesidad de inventar nada, abuelo, pero, en general, a los adultos como el señor Sneider, la realidad les resulta mucho más insoportable que cualquier ficción.
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