Misericordia en el parque

Sísifo, por Tiziano.

 

"Nos ensuciamos y corrompimos, y Dios nos “maldijo” con la muerte, como una madre maldice a sus hijos embarrados con un baño caliente. Su maldición se traga a la nuestra".

-ND Wilson, Death by Living.


Mi deuda para con Nathan en este cuento está a la vista. Recomiendo muchísimo su lectura, es de mis libros favoritos.


En el pueblo de Centenario la muerte era solo un recuerdo que, por increíble que parezca, algunos echaban de menos. Lo mismo sucedía con la poesía, los clásicos, o con las calles pobladas de niños pequeños. El cuerpo ya no fallaba, había pocas enfermedades aún sin cura, y el alma, con un horizonte tan vasto, no tenía urgencia alguna. La ausencia de muerte -o más bien, la vida indefinidamente longeva- parecía ofrecer a los hombres un mundo sin fin, donde la esperanza resultaba una mera redundancia. 

Jonás Tachelli había vivido tanto, conocido tanto, amado tanto y sufrido tanto, que comenzaba a sentirse aprisionado en su propio cuerpo. Como todo el mundo, había plantado árboles, construido casas, y escrito más libros de los que había leído (porque aunque las bibliotecas duran, incluso en un tiroteo tan largo, las balas se acaban). Por las noches solía meditar cuando el sueño (vieja imagen de la muerte) huía de sus ojos, lo cual sucedía con frecuencia. La gratitud y la alegría vividas en sus primeros siglos de longevidad habían casi desaparecido, y la parusía parecía nunca llegar. El tic-tac de su corazón le parecía un segundero insoportable, sin tiempo; sus costillas, los barrotes de su alma.

No obstante su vieja fe no declinaba. Pero tampoco relucía. Si el fuego de la prueba purifica la fe, era de esperar que la suya tuviera tanta escoria adherida tras tantos siglos de solaz. Incluso en la parroquia ya nadie hablaba de salvación como antes, cuando el tanque de oxigeno se agotaba y la vida duraba lo que duran un puñado de focos de bajo consumo. La palabra “eternidad” ahora se arrastraba a ras del suelo, carente de sentido. Y quitarse la vida no era una opción viable para un cristiano, por lo que estaba totalmente fuera de discusión.

Un día cualquiera -porque todos los días eran absurdamente iguales-, Jonás fue a un parque a leer Eclesiastés. Lo sabía de memoria. Casi todo lo sabía de memoria. Pero ya no disfrutaba de casi nada. Entonces dejó el libro a un lado y se sentó bajo un árbol a mirar. Las mujeres pasaban corriendo con sus perros, con ropa deportiva cada vez más sugestiva -o más bien: cada vez con menos ropa- y con cuerpos tan retocados y esculpidos que despertaban la lujuria aun en el santo más casto. Jonás luchaba a diario, hacía siglos: reincidiendo, lamentándose, confesando, siendo perdonado. Y así en un ciclo sin fin ni tregua. A menudo se sentía como Sísifo, pero en una montaña sin pico.

No es que Jonás fuera especialmente lujurioso, orgulloso o perezoso; al menos no más que tú o que yo. Pero cuando uno vive veinte vidas en una, la lucha es más severa, los dolores se multiplican más que los panes y los peces, y el alma pierde el rumbo y la esperanza de llegar a la meta.

Jonás era entrenador de atletas jóvenes de alto rendimiento. Y como buen entrenador, cuando veía a un joven esforzarse hasta marearse y vomitar, lo alentaba diciéndole: "Vos podés hacerlo"... "Dale, una vez más"... "Tres vueltas más y llegas". Y descubría que con esas palabras, el fuego en sus ojos se encendía, su corazón bombeaba con entusiasmo renovado, y rompía sus propios límites. 

Ahora imagina correr sin detenerte semana tras semana, y oír esto cada maldito domingo desde el púlpito:

"¡Ánimo, hijo! ¡Nunca te detendrás! ¡Nunca terminarás! ¡Seguí corriendo sin parar!". Pero mil años han pasado, sin poder contener tu venenosa lengua bífida, ni mantener a resguardo las murallas de tus ojos asediados, roídos cada vez más por arietes con formas de senos y c#!@$; sin meta, y sin conclusión a los esfuerzos con que resistes. Así se sentía Jonás ese día.

Entonces, pensando en estas cosas, y movido de una nostalgia mortal, volvió a tomar su Biblia, y la abrió al azar en el capítulo quince, verso diecinueve, de la primera epístola de San Pablo a los Corintios, donde leyó:

"Si la esperanza que tenemos en Cristo fuera solo para esta vida... seríamos los más desdichados de todos los mortales".

Después de leer estas palabras, miró al cielo, y le pareció entender por qué su tocayo judío se había dejado arrojar al mar aquella noche, en medio de tan terrible tempestad, y sin mostrar la menor resistencia.

Jonás se arrodilló con reverencia, y elevó la siguiente oración a Dios:

—Miserere mei, Deus.

Y lo hizo. Fue de inmediato. Su soberbio corazón, acostumbrado a funcionar a la perfección, cesó su galope súbitamente, y Jonás cayó hacia un costado, con una expresión en el rostro que hacia siglos no se veía: descanso.



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