Ramón y el caballo
"Es mejor contemplar un caballo como un monstruo que verlo solamente como un sustituto del coche. Si hubiéramos caído en la forma de entender al caballo como algo anticuado, no deberíamos bajar la guardia en su presencia, pues aún conserva toda su extraordinaria viveza."
—GK Chesterton
Cuando Ramón se extravió en los montes bajos del sur de Corrientes, no entró en pánico de inmediato, como lo habría hecho cualquier niño de ciudad de nueve años. Él había sido expuesto desde muy chico a las serias advertencias de su padre, un hombre hecho en el campo, curtido en el monte, y considerado algo excéntrico -un "bicho raro"- por la gente del pueblo. Este solía repetirle, con ese tono seco de los hombres de campo, ese que se asienta solemne en los oídos y que hace que uno se disponga a obedecer:
—Si te perdés, soltá el caballo y sigue. El animal sabrá volver. Estos bichos son más inteligentes que nosotros, hijo querido. Nomás les falta hablar. ¡Pero pucha que se hacen entender!
Sin embargo, aún los sabios consejos de los padres se olvidan a veces, cuando uno está aterrado en medio de los peligros de un monte oscuro ya una edad tan tierna.
Ramón se supone perdido tan pronto como comenzó a desconfiar de sí mismo. El norte ahora parecía mirar al sur, los árboles habían intercambiado lugares, las aves habían dejado de cantar, y sus instintos parecían traicionarlo con cada paso que daba. Estaba tan perdido que comenzaba a sentir muy suyos los versos del gaucho Martín Fierro, que junto al fogón su padre solía recitarle acompañado de la guitarra:
"Privado de tantos bienes
y perdido en tierra ajena,
parece que se encadena
el tiempo y que no pasará,
como si el sol se parara
a contemplar tanta pena".
Y así, tras caminar en círculos no poco tiempo, se detuvo en seco, como si sus piernas estuvieran entumecidas, o se hubieran vuelto de plomo. Fue entonces cuando recordé el consejo paterno, con esa claridad súbita que disipa un poco las tinieblas abrumadoras que levanta el miedo.
Así que, resignado y confiando en su padre, soltó las riendas del zaino y se dejó llevar, poniendo el pie donde el animal ponía el vaso. El caballo caminaba con una seguridad casi insolente y despreocupada, como si conociera no solo el camino, sino también su papel en esta trágica situación.
De pronto cayó la noche. La brisa que zumbaba entre los aromos y los espinillos, silbaba como la risa de los diablos, y el pelaje blanco del caballo relucía como un farol mortecino bajo la luna llena. Tras más de una hora de paso lento, llegaron a su pequeño y solitario rancho, donde un candil brillaba alumbrando su conocida y anhelada puerta de entrada. Nunca imaginó que la salvación podría parecerse tanto al gran trasero de un caballo visto de atrás.
Al llegar, Ramón desmontó al caballo y enderezó el paso hacia su casa en silencio, aturdido por el cansancio, y notó que sus padres aún no regresaban; probablemente continuaban buscándolo en el monte.
Fue justo cuando iba a entrar en la casa que oyó una voz:
—¿No vas a darme las gracias?
Ramón volvió sus ojos aterrados sobre el hombro para ver de dónde venía la voz, pues estaba seguro de no haber visto a nadie en el callejón que llevaba a su casa.
— ¿Quién sos? —dijo, muerto de miedo.
Y entonces lo vio: doblaba su altura, con una cabeza enorme sobre un cogote largo y ancho, semejante a una bestia pálida bajo los álamos. Una poblada maraña de pelos bañaba su robusto lomo. Sus patas, macizas como cedros, parecidas a columnas jónicas de carne y hueso, lo hacían distinguirse de manera inequívoca, a contraluz en el callejón.
—Soy yo —dijo el caballo desde la penumbra.
Su voz no era aguda, sino grave, cavernosa, y emanaba una cortesía perturbadora y un aura igualmente inquietante.
—Es... ¿estás hab... hablando? —tartamudeó Ramón, cual si estuviera perdiendo él mismo la habla.
—No lo hacemos con todos. Solo con la gente noble, de alma humilde, y que al perderse corra verdadero y mortal peligro sin nuestro auxilio —dijo, pateando con naturalidad equina el suelo con su vaso, y agitando esa larga cola que esconde en sí la voz de los violines.
Ramón retrocedió un paso.
El zaino se acercó, portentoso, al umbral.
—Ahora dormí, nene —dijo—. Mañana vas a despertar a salvo, sin recordar nada, excepto el haber estado perdido en medio de un monte áspero y oscuro, y haber llegado a casa siguiéndome el paso. Pero de mi habla no recordarás nada...
—¿Nada?
—Nada —repitió el caballo, con una voz que ya se asemejaba a un relincho.
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